Fuego.


No había razones para automutilarse una vez más y continuar huyendo. 

Perdió el ojo izquierdo y una oreja le fue arrancada al volar los estribos del puente que le conducían al último camino conocido por un hombre manco de alas y brazos. También fue la última vez que supo de sus zapatos atados a sus pies y piernas cercenadas, justo cómo la esperanza y el olfato. La habilidad de sonreír y contemplarse irreductible en la ecuación tiempo y espacio. No fue más que un andar errante. Irremediable tribulación de quién se encuentra de frente con que ningún destino queda. 

Jamás ningún experto palabrero de lo divino, doctorado en las artes de autoayuda moralina y gnoseología de la ética servil le devolvió el equilibrio ni el semblante de quien no sólo sobrevive. Inútil todo esfuerzo. El apocalipsis es de los parias. 

No obstante, el llanto de todas las madres sobre las cabezas de sus hijos, la calidez de ese abrazo fulminante, el olor a tierra mojada, a pólvora, la abrumadora e ineludible sensación de soledad que apresura cada paso del ser humano, aquella terrible opresión en el pecho causada por las falsas condenas que fueron juzgadas entre la pauperización, la vigilancia y el castigo, la ávida pasión del fuego vivo… iluminaron por fin la noche en medio del más negro de los otoños. Hubieron transcurrido ¿diez?, ¿quince de ellos? Difícil saberlo. La razón no traza almanaques, los quema, nunca existió mejor combustible para mantenerse ardiendo. 

Fuego.

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